La vida personal de un obrero del Señor está íntimamente relacionada con su obra. Por lo tanto, a fin de determinar si alguien es apto para ser empleado por Dios, es necesario considerar su carácter, hábitos y conducta. Esto tiene que ver con la constitución de su carácter y la formación de sus hábitos. Tal persona no sólo requiere de cierta experiencia espiritual, sino una constitución apropiada en su carácter; el Señor tiene que forjar un temperamento apropiado en ella. Son muchas las características que deben ser edificadas, cultivadas y desarrolladas en un obrero del Señor a fin de formar en él los hábitos apropiados. Dichas características pertenecen más a su hombre exterior que a su hombre interior. A medida que estas características se formen en su hombre exterior, éste llegará a ser más útil al Señor. Se requiere de mucha gracia y misericordia de parte de Dios para que esto ocurra. El carácter no se forma de un día para otro. Pero si dicho obrero recibe la suficiente luz de parte del Señor y si sabe escuchar la voz constante de su Señor, Dios por Su misericordia reconstruirá en resurrección un nuevo carácter en él y los elementos naturales e indeseables de su persona serán restringidos y juzgados y no tendrán más cabida en su ser. A continuación mencionaremos algunas lecciones que todos los obreros experimentados del Señor han comprendido y han asimilado. Si alguno carece de alguna de estas lecciones, fracasará en su servicio.
La primera cualidad que mencionaremos es la capacidad para escuchar a otros. Todo obrero del Señor debe cultivar este hábito en su vida diaria. No me a refiero que deban oír a los demás en el sentido de obedecer lo que estos digan; a lo que me refiero es que deben saber escuchar a otros en el sentido de captar y entender lo que ellos dicen. Es muy necesario que este rasgo forme parte de la vida personal de todo obrero. Ningún obrero del Señor desempeñará bien su función si sólo le gusta hablar, pero no sabe escuchar a otros. La utilidad de tal obrero será muy limitada si sólo es como una ametralladora que habla incesantemente. Ningún obrero del Señor debe volverse uno que habla sin cesar, sino que debe aprender a escuchar a los demás y a comprender sus problemas, interesándose sinceramente por ellos. Si un cristiano acude a un siervo del Señor en busca de ayuda, el obrero, al escucharle, deberá ser capaz de discernir tres clases diferentes de palabras: las que la persona expresa, las que intencionalmente se reserva y no las dice, y las palabras que oculta en lo profundo de su espíritu.
Primero, debemos entender cabalmente lo que la persona realmente está diciendo. Para ello, debemos ser personas tranquilas delante del Señor, con una mente clara y un espíritu apacible. Nuestro ser interior debe ser como un papel en blanco delante del Señor. No debemos tener ningún prejuicio, ideas preconcebidas ni inclinación alguna. Tampoco debemos tomar ninguna determinación en particular ni emitir ningún juicio de nada. Al escuchar a la persona exponer su caso nuestra actitud debe ser perfectamente calmada delante del Señor. Debemos aprender a escuchar. Si hacemos esto, lograremos comprender el asunto que la persona está presentándonos.
No es fácil escuchar. Debemos preguntarnos cuánto entendemos realmente al escuchar a un hermano que trata de explicarnos su problema. En ocasiones, cuando varias personas escuchan un mismo caso, puede haber distintas interpretaciones del mismo asunto, tantas como el número de personas que lo escuchan. Una persona puede tener una impresión y otra algo distinto; cada cual forma su propia impresión. Sería desastroso si hubiera tantos conceptos diferentes con respecto a una verdad. Saber escuchar a otros requiere de un adiestramiento básico, y entender lo que otros tratan de expresar es uno de los requisitos fundamentales de todos los obreros. ¿Qué sucedería si alguien viniera a presentarle un problema esperando recibir ayuda, y usted no entendiera sus palabras? ¿Qué respuesta le daría si usted malentendiera por completo su problema? Tal vez le daría una respuesta inadecuada basada en lo que usted estaba pensando los últimos dos días.
Algunos ponen su mente en un solo tema por un par de días, y cuando un hermano enfermo acude a ellos, le hablarán del asunto que los mantenía meditando, pues es lo único que ha ocupado su mente en esos días. Y cuando otro hermano, tal vez con buena salud viene a ellos, también le presentarán el mismo tema. Y si un tercer hermano, sin importar si se encuentra deprimido o gozoso, se acerca a ellos, también le hablarán de lo mismo. No tienen el hábito de sentarse en silencio a escuchar lo que otros tienen que decir. Si un obrero del Señor no sabe escuchar a otros, ¿cómo podría entonces brindarles alguna ayuda?
Cuando otros hablen, debemos escucharlos cuidadosamente y entender lo que dicen. Nuestra función es más delicada que la de un doctor tratando de diagnosticar a un paciente, pues él cuenta con un laboratorio donde puede hacer pruebas que le ayudan a verificar sus varios diagnósticos, mientras que nosotros tenemos que diagnosticar todos los casos sin tal ayuda. Supongamos que un hermano viene a nosotros a contarnos sus problemas y nos habla por media hora de su caso. Si no somos capaces de escuchar atentamente lo que tiene que decirnos durante diez, veinte o treinta minutos, no podremos precisar la situación por la que está pasando, su trasfondo familiar ni la situación en la que se encuentra delante del Señor.
Si no somos capaces de escucharlo ¿cómo podremos brindarle la ayuda apropiada? Todo obrero del Señor necesita cultivar el hábito de escuchar; debemos tener la capacidad y la habilidad de sentarnos a escuchar y entender lo que otros nos dicen. Esto es muy importante, y es necesario que lo practiquemos con esmero. Tenemos que aprender a entender a otros desde la primera palabra que expresen. Tenemos que saber detectar claramente su condición y hacer un diagnóstico acertado de su caso. Tenemos que afinar nuestro discernimiento a fin de ser lo más acertados posible. Sólo entonces sabremos si somos la persona adecuada para brindar ayuda. En todo caso, cuando nos percatamos que el problema de algún hermano está más allá de nuestras posibilidades, debemos ser honestos y reconocer que no somos la persona indicada para ayudar en cierto asunto. No obstante, podemos discernir la posición de otros y la nuestra tan pronto como empiecen a hablar. El saber escuchar y entender lo que otros dicen, es lo primero que debemos hacer.
En segundo lugar, tenemos que escuchar y entender lo que ellos no nos dicen. Debemos aprender a discernir delante del Señor lo que las personas se reservan y no declaran. Debemos conocer lo que callan y lo que no dicen, es decir, las cosas que debían habernos dicho pero que las ocultan. Ciertamente, es más difícil percibir las cosas que no se declaran, que las cosas que se dicen abiertamente. Después de escuchar la primera clase de palabras, aún debemos escuchar la segunda clase, que son las palabras que no se dicen.
Cuando alguien le habla a un obrero acerca de sus asuntos personales, es muy común que sólo presente la
mitad del caso y se guarde la otra mitad. Esto representa una prueba para la capacidad de dicho obrero. Si el obrero no tiene discernimiento, no será capaz de detectar lo que la persona no dice. Tal vez proyecte pensamientos, atribuyéndole al otro sus propias ideas y pensamientos cuando en realidad nunca estuvieron en el corazón del que habla. Este problema surge de sus propios conceptos e ideas preconcebidas, que son atribuidas equivocadamente a la persona, aun cuando ésta no haya mencionado nada al respecto ni sea su situación en lo absoluto. Tenemos que ejercitar un discernimiento claro ante el Señor para comprender lo que la persona ha dicho y aun lo que se ha guardado. A menudo las personas omiten lo más crucial del asunto y dicen sólo cosas irrelevantes y alejadas de la verdadera situación. ¿Cómo podemos entonces discernir las cosas cruciales de un caso si no son reveladas? Sólo seremos capaces de saberlas si hemos sido disciplinados apropiadamente por el Señor.
Cuando algún hermano venga a nosotros a decirnos algo, no sólo debemos entender lo que dice, sino también lo que no dice. Debemos saber, al menos a grandes rasgos, a lo que la persona se refiere aun cuando no lo diga explícitamente, y también saber lo que hay detrás de sus palabras. Entonces tendremos la confianza ante Dios para saber cómo ayudar, exhortar o reprender al hermano. Pero si por no saber escuchar cuidadosamente, no estamos seguros en nosotros mismos, sino que siempre estamos ansiosos por hablar, entonces no podremos oír lo que otros nos dicen, y sólo tendremos la carga de hablar lo que nosotros tenemos que decir. De hecho, un obrero que no sabe escuchar, por lo general, es un obrero menos útil. Es un problema serio entre la gente el hecho que simplemente no pueden escucharse. No pueden discernir lo que otros se han reservado, debido a que son muy insensibles. No es posible esperar que tales personas puedan dar “el alimento a su
debido tiempo” (Mt. 24:45).
En tercer lugar, debemos ser capaces aun de discernir lo que las personas dicen en su espíritu. Además de escuchar las palabras que una persona pueda expresar y las palabras que deliberadamente se reserva, tenemos que saber discernir lo que llamamos “las palabras que habla su espíritu”. Siempre que una persona abre su boca para hablar, su espíritu también habla. El simple hecho de que la persona esté dispuesta a hablar, nos da la oportunidad de tocar su espíritu. Mientras su boca está cerrada, su espíritu permanece encadenado, y es difícil saber lo que su espíritu tiene que decir. Pero tan pronto habla, su espíritu encontrará la manera de expresarse por más que él trate de contenerlo. Nuestra habilidad para discernir lo que su espíritu dice dependerá de la medida en que nos ejercitemos en el Señor. Si estamos ejercitados, podremos discernir las palabras que ha dicho, detectar las que se reserva e incluso discernir las palabras de su espíritu. Mientras habla, discerniremos cuales son las palabras de su espíritu, y seremos capaces de interpretar las dificultades intelectuales y espirituales que enfrenta. Además, tendremos la seguridad de ofrecerle el remedio preciso para su caso. Pero si no estamos ejercitados, podremos oír el problema de un hermano durante
media hora sin darnos cuenta de cuál es su verdadera enfermedad ni hallar el remedio apropiado para su caso.
Ésta es una necesidad desesperada de aquellos que están involucrados en la obra del Señor. Es lamentable que muy pocos creyentes sepan escuchar a los demás. Algunos pueden pasarse una hora entera hablando con un hermano; sin embargo, al final, éste tal vez no sepa ni de qué se le habló. Nuestra habilidad para escuchar es muy deficiente. Si no somos capaces de oír lo que las personas nos dicen, ¿cómo podemos oír lo que Dios nos dice? Cuando alguien se siente a hablar con nosotros debemos ser capaces de entender claramente todo lo que nos dice. Pero, si no somos capaces de entender las palabras de los hombres, dudo mucho que tengamos la habilidad para entender lo que Dios nos habla en nuestro interior.
Si no podemos entender las palabras audibles del hombre, ¿cómo podremos entender las palabras que Dios nos habla en nuestro espíritu? Si somos incapaces de diagnosticar la enfermedad, la condición y el problema de un hermano, ¿qué podremos decirle para ayudarlo? Hermanos y hermanas, no consideren que esto es algo insignificante. Si no le prestamos la debida atención a este asunto y aprendemos a escuchar, seremos incapaces de ayudar a un hermano que se encuentre en necesidad, aun cuando fuéramos asiduos lectores de la Biblia, grandes expositores bíblicos u obreros poderosos.
No sólo debemos ser predicadores que hablan; también debemos ser aquellos que pueden resolver los problemas de otros. Pero, ¿cómo podremos hacerlo si no sabemos escuchar lo que otros nos dicen? Tenemos que comprender la seriedad de este asunto. Hermanos y hermanas, ¿cuánto tiempo han invertido para desarrollar esta habilidad de escuchar a otros? ¿Han dedicado el tiempo suficiente para aprender esta lección? Tenemos que invertir tiempo para aprender a escuchar a las personas, oír lo que ellas dicen, lo que no dicen y aun oír lo que está en su espíritu. Muchas veces las palabras de una persona no corresponden a lo que hay en su espíritu. Muchas personas dicen algo con su boca, pero su espíritu testifica de otra cosa; finalmente, su boca no puede cubrir a su espíritu. Tarde o temprano su espíritu se revelará, y percibiremos la verdadera condición de tal persona.
Sin tal discernimiento, será difícil brindarles ayuda apropiada a los demás. En el pasado escuché la historia de un doctor de edad avanzada que sólo tenía dos cosas en su botiquín de medicamentos: aceite de ricino y quinina. No importaba de qué se quejaran sus pacientes, él invariablemente prescribía la misma medicina; siempre aplicaba estas dos medicinas a todo tipo de dolencia. Asimismo, muchos hermanos tratan a sus “pacientes” de la misma manera. Ellos tienen una receta predilecta y sin importar la dolencia de aquellos que acuden por ayuda, siempre les hablarán según su línea especial. Tales obreros no pueden ofrecer una ayuda real a nadie. Todo aquel a quien Dios le confía Su comisión y Su obra debe tener la habilidad para entender lo que otros dicen tan pronto como estos abran su boca. Sin tal habilidad, no será posible tratar las enfermedades de nadie.
Extracto de libro: El carácter del obrero del Señor
Por Watchman Nee
https://alimentoparaelalma00.files.wordpress.com/2011/09/el-caracter-del-obrero-de-dios-watchman-nee.pdf
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